CARTA A LA ORDEN DEL PREPÓSITO GENERAL CON MOTIVO DE LA CANONIZACIÓN DE LA BEATA ISABEL DE LA TRINIDAD
Estimados
hermanos y hermanas en el Carmelo,
A
un año de distancia de la canonización de los esposos Martin, nos disponemos a
celebrar otro acontecimiento de gracia que nos llena de alegría. A 110 años de
su muerte, el 16 de octubre, nuestra hermana Isabel Catez será inscrita en el
canon de los santos de la Iglesia, entrando así a formar parte en pleno de la
grande y gloriosa familia de los santos del Carmelo.
Los
motivos para dar gracias al Señor y reflexionar sobre la importancia que este
evento puede tener en el camino que nuestra Orden está haciendo, son múltiples.
La rica y estimulante enseñanza que el Papa Francisco presenta con sus palabras
y con sus iniciativas –pienso en la encíclica Laudato si' y en el año Jubilar
de la Misericordia– nos puede ayudar a comprender algunos aspectos de
actualidad del testimonio y de la enseñanza espiritual de esta ilustre hermana
nuestra, tan querida y apreciada en los círculos espirituales, aunque poco
conocida por la mayoría de los fieles. Sin embargo, su vida de joven vivaz,
sensible, encantadora, llena de talentos, generosamente empeñada en la vida
eclesial, vinculada a la familia, emocionalmente exuberante y capaz para la
amistad, amante de la belleza y en todo conquistada y polarizada por el
misterio de la Trinidad que Jesucristo nos ha comunicado, ¡debería hacerla
interesante!
Isabel
nos puede ayudar a aprovechar la fuente abundante y siempre fresca de la
Trinidad, que da vitalidad, sentido, perseverancia gozosa a nuestra
consagración y misión. Ella ofrece a todos un ejemplo inspirador de cómo la
inmersión en el misterio de la vida divina permite realizarse en plenitud.
En
esta carta quiero proponer algunas claves de relectura de los escritos de
Isabel (1) con el fin de comprender
su actualidad, teniendo en cuenta algunos fenómenos contradictorios de los
tiempos en que vivimos: la fragmentación del yo, cada vez menos capaz de ser
identificado en las buenas relaciones a causa de su confusión y desconfianza;
el ansia de hacernos presentes para sentirnos vivos, a través de una visibilidad
mediática, que por otra parte no consigue hacernos presentes a nosotros mismos;
la búsqueda frenética y ruidosa de actividades con que llenar el tiempo, que
nos ocupan y agitan, y nos impiden escuchar, sentir y reflexionar en
profundidad; el uso de la belleza y un disfrute selectivo de la realidad con fines
consumísticos, que rechaza la gratuidad impidiendo acoger la belleza inherente
a las cosas, desfigurando la naturaleza; el sentimiento generalizado de estar
al borde de un abismo, a merced de fuerzas desconocidas e incontrolables, que
hace inútil toda búsqueda del bien, en un mundo cada vez más marcado por la
violencia, la miseria y la inseguridad, sin la posibilidad de un oasis de paz;
el sufrimiento y la muerte vividas como desgracia, enfatizados o banalmente
ignorados por nuestra cultura, que no consigue reconocer su valor.
¿Cómo unificar nuestras vidas?
Un
hilo conductor une la experiencia de la pequeña Isabel con el momento de su
muerte, aun joven pero ya madura: la intuición de que lo único importante es
«vivir por amor». El Dios que es capaz de ganar su temperamento fogoso y
colérico y cautivar su corazón sensible y sediento de belleza, lo encuentra en
Jesús crucificado por amor (cfr. Carta
133). En Él ve y toca un amor apasionado y apasionante, que la conquista y
la convence, en una edad temprana, para hacerse toda suya. Es el encuentro que
tiene lugar el día más importante de su vida, el día de su primera comunión,
«aquel día que de Jesús fue
morada el alma mía / y de Dios posesión mi corazón. / De tal modo que a partir
de aquella hora / después de ese coloquio misterioso, / de aquella conversación
divina, deliciosa / solo aspiraba a darle yo mi vida / a devolverle algo de su
gran amor / al Amado de la Eucaristía / que moraba en mi débil corazón /
llenándolo de todos sus tesoros» (Poesía 47).
Las
dificultades que debe afrontar en su proceso de maduración –como la pugna entre
el deseo de entrar en el Carmelo y la oposición de su querida madre; el querer
permanecer en la intimidad con Jesús y el tener que asistir a bailes donde los
jóvenes fascinados por su belleza la pretendían; el sentirse llamada a la
soledad, que requiere desprendimiento y separación, y el estar envuelta en
tantas actividades artísticas y sociales; el dar a Dios todo su corazón y al
mismo tiempo estar disponible y cercana a sus amigas– encuentran su solución en
la atracción que ejerce sobre ella, «el sobreabundante amor» de Cristo, que brilla
desde la cruz, el madero capaz «de encender el fuego del amor» (Carta 138).
Entre
los textos preferidos de Isabel está el incipit del himno de la Carta a los
Efesios, donde San Pablo anuncia el destino glorioso del hombre diciendo que
hemos sido pensados, bendecidos y predestinados desde la eternidad «para ser
santos e inmaculados ante él por el amor» (Ef
1,4). Por eso «un alma que discute con su yo, que se ocupa de sus
sensibilidades, que va detrás de un pensamiento inútil, de un deseo cualquiera,
esta alma dispersa sus fuerzas», porque «no está toda ordenada a Dios» (Últimos Ejercicios, 3). Todo lo que no
se hace por Dios es nada (cfr. Carta
340), vacía en lugar de llenar, disgrega en lugar de unir. No es la tarea
lo que disgrega, sino el no creer «que un Dios, que se llama Amor, habita en
nosotros» (Carta 330), el no estar unidos
al Ser que nos ama, al Padre que en Cristo nos espera en su casa y con su
Espíritu nos sostiene en nuestro camino.
El
gran acto de fe –nos recuerda Isabel haciéndose eco del Evangelista Juan– es
creer en este inmenso amor que Dios nos tiene (cfr. El Cielo en la Fe, 20). La unificación de la persona se da,
por lo tanto, a través del poder del acto de fe y repercute en la sensibilidad.
De modo que, para crecer en armonía, sanar las heridas de la vida y madurar
como personas, no hay que tener como objetivo el cuidado de nosotros mismos, o
la superación de nuestra propia debilidad, sino más bien, salir de nosotros mismos,
abandonar el propio yo (cfr. Últimos
Ejercicios, 26) en un provechoso intercambio con el yo de Cristo, que
«quiere consumir nuestra vida para cambiarla en la suya, la nuestra llena de
vicios, la suya llena de gracia y de gloria, toda preparada para nosotros con
tal que nos renunciemos» (El Cielo en la
Fe, 18).
El
secreto está, entonces, en reconocer cuánto somos amados, fijando los ojos en el
Maestro que ha venido a encender el fuego del amor y quiere verlo arder en sus
discípulos para derramarlo de forma visible en todo el mundo. El amor divino es
tan excesivo y sin medida, que arrastra al alma que se lo permite, haciéndola
constante, ya no sujeta a las sacudidas imprevisibles e inevitables de la vida,
«porque ve al Invisible» y por lo tanto «no se detiene en consuelos o
sentimientos»; sucede incluso que «cuanto más probada es, más crece su fe,
porque ella pasa por encima de todos los obstáculos para ir a reposarse en el
seno del Amor infinito, que no puede hacer sino obras de amor» (El Cielo en la Fe, 20). Después de todo,
ésta es la experiencia humana del Hijo enviado por el Padre a la tierra y
acogida por la humilde Madre, éste es el anhelo inscrito en el ser de cada
hombre, ésta es la gracia del bautismo, que por eso supone un nuevo nacimiento,
una iluminación permanente para quien hace memoria, el comienzo de la vida
eterna (cfr. El Cielo en la Fe, 2).
La
inmadurez, para ella, radica en la indecisión respecto a la unión con Dios, en
el permanecer centrado en sí mismo y no elegir el amor. La acción con la cual
Dios nos transforma y unifica es un fenómeno casi físico, una consumación del
amor propio, del miedo al sufrimiento, de los vicios, de la aversión a Dios,
que nos pide ceder nuestra voluntad para enraizarnos en el amor, «doble
corriente entre El que es y la que no es» (Carta
131).
La miseria, lugar bendecido de la
misericordia
Si
queremos llegar a ser –con nuestra consagración y nuestro trabajo– signo eficaz
de la acción del Padre «estamos llamados a fijar nuestros ojos en su
Misericordia» (Misericordiae vultus, 3).
A menudo, de hecho, ya sea de forma explícita o implícita, una pregunta se
instala en nuestra mente y nos esteriliza deteniendo iniciativas y arrebatando
el entusiasmo: ¿qué hago con mi debilidad? Sería mucho mejor si no existiera,
tal vez sería más fuerte; si fuera invulnerable, cuántos problemas menos... ¡Y
el ideal se vuelve inalcanzable! De este modo la mesa de la desesperación y de
la frustración está servida ante nosotros.
Isabel
razona de manera completamente distinta, como también el Papa Francisco cuando,
contemplando el misterio de la pasión de Jesús, dice que la fuerza de la
ternura es conocida solamente cuando nos decidimos a entrar en contacto con la
existencia concreta de los demás, sin mantenernos a distancia del drama humano,
tocando nuestra carne sufriente y la de los demás (cfr. Evangelii gaudium,
269-270). Hablando
con su hermana Guita, nuestra santa le sugiere que elimine la palabra desánimo
de su vocabulario: cuanto más se siente la debilidad y más escondido parece el
Señor, más tenemos que alegrarnos, recordando que «el abismo de tu miseria,
Guitita, atrae el abismo de su misericordia» (Carta 298). La vida interior es un abismo porque en ella está el
Dios que nos ama de manera inmutable, es un abismo de amor que poseemos (cfr. Carta 292).
Si
utilizamos la luz de la fe encontramos la confianza y el amor, que nos permiten
bajar a nuestras profundidades, en lugar de quedarnos quietos en la superficie
revuelta del mar de la vida. Así experimentamos el abismo que es Dios,
íntimamente ligado a nuestro ser, y al llegar al fondo, «es ahí en lo más
profundo donde se efectuará este encuentro divino, donde el abismo de nuestra
nada, de nuestra miseria, se encontrará cara a cara con el Abismo de la
misericordia, de la inmensidad del todo de Dios» (El Cielo en la Fe, 4).
Sólo
reconociendo esta verdad, que es el corazón del mensaje evangélico, es posible
reconocer a «Dios bajo el velo de la humanidad» (Últimos Ejercicios, 4) y escuchar la palabra en el presente. Si queremos
encontrar la paz, debemos inclinarnos y lanzarnos «en el abismo de nuestra
nada»: de ahí nacerá la adoración, «el éxtasis del amor» (Últimos Ejercicios, 21). De ahí surge la confianza: el miedo de nuestra
debilidad desaparece, porque «el Fuerte está en mí y su poder lo puede todo;
obra, dice el apóstol,
más
allá de lo que podemos esperar» (Carta
333).
¿Cuánta
esperanza, por lo tanto, es posible si es cierto que «el alma más débil,
incluso la más culpable es aquella que tiene más razones para esperar», ya que
«posee en el centro de sí misma un Salvador que quiere purificarla a cada
minuto» (Carta 249), ya que «su misión
es perdonar» (Carta 145).Tenemos que
ver nuestra nada, nuestra miseria e impotencia, en silencio reconociendo
serenamente que no somos capaces de progreso ni de perseverancia, y
presentarlas ante la misericordia del Maestro (cfr. El Cielo en la Fe, 12). De esta manera podemos encontrar la
libertad y la paz que son la expresión de la reconciliación consigo mismo en
Cristo –«Él está en mí, yo soy su santuario / ¡Oh! ¿No es esta la Visión de
paz?» (Poesía 88)– deseando que Él crezca en nosotros, y por medio de este
crecimiento, pueda ser conocido por los hombres. Por lo tanto, la santidad está
a nuestro alcance, ya que se encuentra en un movimiento de abajamiento, no de
elevación:
«Tiene
necesidad el Todopoderoso / de bajar, para difundir su amor. / Busca un corazón
que le comprenda/ y en él quiere su mansión fijar./ [...] Mírame, mejor
comprenderás / el don de sí, el anonadamiento. / Para engrandecerme debes siempre
bajar, / sea tu reposo el rebajarte. / El encuentro siempre se hace ahí.» (Poesía 91).
La Eucaristía es la totalidad de la
Trinidad que nos invade
El
misterio de la Santísima Trinidad es el abismo en el cual Isabel perdiéndose a
sí misma se encuentra (cfr. Carta 62).
Es «una inmensidad de amor que nos desborda por todas partes» (Carta 199), que impregna y anima cada
fibra del ser; que desemboca en el alma en la medida en que la persona alcanza
con la fe la gracia bautismal y se conforma progresivamente a Cristo. El horizonte
de la realidad se dilata siempre más (cfr.
Carta 89) y todo se ilumina, porque Cristo la introduce en la profundidad
del alma, «en aquellos abismos donde no se vive sino de Él» (Carta 125), haciéndola participar de su
mirada, de sus sentimientos, de su corazón: «Él fascina, Él arrebata. Bajo su
mirada el horizonte se hace tan bello, tan vasto, tan luminoso...» (Carta 128). La Trinidad no es una
verdad abstracta y complicada, sino la vida de Los Tres –así los llama - que en
su gozosa comunión crean el mundo y la humanidad haciéndolos participar del
esplendor del Amor, de la Luz y de la Vida. Dios es el Padre, su Hijo y su
Espíritu: «nuestra morada, nuestra casa, la casa paterna de donde no debemos
salir jamás» (El Cielo en la Fe, 2)
En
la lógica de la fe, raíces y consecuencias existenciales del ser cristiano
están estrictamente vinculadas: vivir en la fe, conocer el amor de Cristo
crucificado por nosotros, habitar en una luz que hace hermosos aun los momentos
más dolorosos de la vida, ser transformados por el Espíritu como le sucedió a
María, vivir habitados por la Trinidad, encontrar la paz del cielo sobre la
tierra, para Isabel son
sinónimos.
La
Eucaristía es la clave de esta visión luminosa y profética de la vida. En la
experiencia de Isabel, desde el día de su primera comunión, la comunión
sacramental con Jesús y la adoración prolongada de su darse continuamente a
nosotros, que se hace visible en la Hostia consagrada, será la fuente
experimental, la puerta de comunicación, el lugar de confluencia de todas las
iluminaciones y gracias que recibirá en su breve e intensa vida. Entrando en la
capilla, mientras que el Santísimo Sacramento está expuesto, le «parece que es
el cielo el que se abre, y es así en realidad, porque Aquel a quien adoro en la
fe es el mismo que los bienaventurados ven cara a cara» (Carta 137). «Nada refleja mejor el amor del Corazón de Dios que la
Eucaristía. Es la unión, la comunión, es Él en nosotros, nosotros en Él. Y ¿No
es esto el cielo en la tierra? El cielo en la fe, esperando la visión cara a
cara tan deseada.» En la espera de este encuentro «todo desaparece y parece que
ya se penetra en el misterio de Dios» (Carta
165). En la Eucaristía, la realidad del cielo se hace presente, comunicada
y personalizada por el Espíritu a cada alma, porque el cielo es «el que el
Espíritu Santo crea en ti» (Carta 239).
La Eucaristía es un hecho tan vital, que Isabel se empeñó en conseguir el
objetivo de ser digna de recibir la comunión eucarística diaria (en un tiempo
en el que no era una práctica habitual): «Entonces, Dios mío, estaré en el
colmo de mis deseos: recibiros cada día, y además vivir unida a Vos de una
comunión a otra, en vuestra intimidad ¡Ah!, es el paraíso en la tierra!» (Diario, 150). Como San Francisco,
Isabel, considera la Eucaristía en estrecha relación con la Navidad, de la cual
emana la espléndida luz que hace visible a nuestros ojos el desconcertante
misterio de la Encarnación, el comienzo del cumplimiento de la salvación y la
glorificación de la humanidad por la efusión del amor y de la unión íntima con
Dios, que por la fe se realiza en el corazón humano (cfr. Poemas 75.86.88.91).
En
esta íntima transfusión de amor la experiencia humana cambia radicalmente. ¿Qué
podemos descubrir y «tocar con la mano» –de nosotros, de Dios, de los demás, de
la realidad– comunicando con plena confianza en el misterio de la fe?
1) En realidad, somos una humanidad
complementaria. Si pensamos por un momento al peso cada vez mayor
que tiene –en nuestras relaciones, en la formación de la opinión pública, en el
crecimiento de los jóvenes– la visibilidad de su propia imagen y el hacerse
«disponible» a través las situaciones de la vida cotidiana que manifiestan
nuestro deseo de querer ser reconocidos «por los demás», nos damos
cuenta
de lo diferente que es el discurso de Isabel y su experiencia personal. Para
ella no hay otra posibilidad de ser verdaderamente ella misma y hacerse
presente al otro, de una manera real y no efímera, que colocándose en la
profundidad donde se encuentra nuestra imagen humana en la persona divina de la
imagen de Cristo-imagen visible del Padre.
Cuando
el hombre no se reconoce o no es reconocido como un espacio de comunicación
personal, no representa nada –y por lo tanto no tiene ningún valor–. En cambio,
abriéndose a la luz resplandeciente de la fe, la persona «descubre a su Dios
presente, viviendo en ella; a su vez, ella permanece presente en Él, en la
bella simplicidad, que Él la guarda con un cuidado celoso» (Últimos Ejercicios, 5). Todo se vuelve precioso si descubrimos
esta intimidad invisible y tratamos de conectar nuestra experiencia humana a
ella, centrando la mirada en los misterios de su vida, tratando de percibir sus
sentimientos, conforme surgen a partir de los Evangelios, para hacerlos propios:
«Me parece que convendría estar muy cerca del divino Maestro, comunicar mucho
con su alma, identificarse con todos sus movimientos y entregarse como Él a la
voluntad del Padre» (Carta 158). El
valor de nuestras acciones se dispararía a las estrellas llegando a ser por
empatía interior «sacramento de Cristo»; a través cada expresión de nuestra existencia
–alegre o triste, de fortaleza o debilidad– podría «darse nuestro Dios
Santísimo, el Dios crucificado todo Amor». Esto implica «dejarse transformar en
una misma imagen con Él» por medio de «la fe, que contempla y ora sin cesar. La
voluntad al fin cautiva y que no se separa más. El corazón verdadero, puro y
exultante bajo la bendición del Maestro» (Notas Íntimas 14). Esta mística
paulinocarmelitana supera el intento vano de encontrarse a sí mismos en el
reconocimiento de los demás, a los que presentamos nuestra apariencia exterior
y nuestras capacidades; nos encontramos y encontramos al otro buscando al Otro,
mirándonos conscientes de que somos –todos– a imagen de Cristo:
«Que yo sea para Él una
humanidad complementaria en la que renueve todo su Misterio. Y Tú, ¡oh Padre
Eterno!, inclínate sobre esta pequeña criatura tuya, “cúbrela con tu sombra”,
(cfr. Mt 17, 5) y no veas en ella sino al “Amado en quien has puesto todas tus
complacencias” (cfr ivi)» (Notas Íntimas
15).
2) Llegar a ser personas de
comunión, que la irradian. Cada persona lleva consigo a las personas que
la han marcado en su vida: las personas que la han generado, las que han
contribuido a su formación y las que han estado a su lado en los momentos
cruciales de la vida. Encontrándonos, encontramos y comunicamos también algo de
las personas que llevamos en nuestro ser.
El
sublime misterio de la «nueva encarnación», que se realiza en el alma dejándose
amar por el Crucificado hasta el fondo de la propia miseria, amándolo de
nuestra parte en gratitud «hasta el agotamiento», es el «no soy yo, es Él que
vive en mí» (Poesía 75), que permite
al amor encarnado en Cristo irradiarse (cfr. Notas íntimas 15). La comunión,
que todos los hombres de buena voluntad buscan construir y que en nuestra época
está cada vez más dañada y dolida, se puede realizar solamente en la medida en
que se realizará la voluntad divina de «restaurar todas las cosas en Cristo».
El camino está marcado e Isabel lo describe así: «Contemplemos, pues, esta
imagen adorada, permanezcamos sin cesar bajo su irradiación, para que ella se
imprima en nosotras; después vayamos a todas las cosas con la actitud
de
alma con que iba nuestro Maestro santo» (El
Cielo en la Fe, 27).
Amor
a Cristo, a la Iglesia y a los hombres van a la par y se sostienen mutuamente.
Ensimismarse con Cristo para tener «el alma llena de su alma, de su oración;
todo el ser cautivado y entregado» y «entrar en todas sus alegrías, compartir
todos sus dolores», nos hace «ser fecundos, corredentores, dar a luz almas a la
gracia, multiplicar los hijos adoptivos del Padre, los rescatados por Cristo,
los coherederos de su gloria» (Notas Íntimas 13). Dar gloria a Dios es hacer
visible a Cristo –su vida– en nuestra existencia. Aquí se revela que la
inconstancia y la flojera en la oración son proporcionales a la inconsciencia
en la vocación que es nuestra identidad: «comulgaré por usted a Aquel que es
Fuego consumidor para que Él la transforme cada vez más en Él mismo, para que
usted pueda darle toda gloria» (Carta 328). En efecto el alma, en contacto con
el Espíritu Santo, «se convertirá en una llama de amor, 6 que se reparte en todos los miembros del Cuerpo de Cristo, que es
la Iglesia» (Carta 250). Solamente así, «con nuestra generosidad/ a la Iglesia
podremos ayudar/ y se verá que reina ya el Amor/ anticipo de la Morada
celestial» (Poesía 94); «vivir de amor o vivir de su vida/ en sus apóstoles nos
convertirá./ Muy grande es el poder de un alma así inundada/ De que lo obtiene
todo, estoy muy convencida» (Poesía 77).
3) Vivir el sufrimiento como
bendición. Es verdad que no hemos sido creados para sufrir sino para gozar,
no para morir sino para vivir, y habría que añadir: no para poseernos
egoístamente sino para entregarnos generosamente. En el fondo del miedo y del
rechazo al sufrimiento se puede encontrar una cerrazón, una soledad profunda,
el ídolo de la belleza física y de la eficiencia, el orgullo, en última
instancia
la falta de una experiencia abisal –para decirlo con Isabel– del amor
divino-humano. Isabel lo ha vivido, se ha sumergido y se ha dejado arrollar,
pidiéndolo con insistencia para sí misma y para las personas queridas en sus
coloquios íntimos con los Tres.
Hay
palabras que –de solo oírlas nombrar– nos evocan sentimientos de tristeza, nos
hacen sospechar y no nos gustan, como víctima, sacrificio, inmolación,
negación, olvido de sí, sin embargo son los únicos que delinean en la Escritura
y en la experiencia espiritual, la necesidad de la Pascua y la verdad del amor
para alguien. Isabel lo entendía bien y por eso decía: «Pidámosle que nos haga
veraces en nuestro amor, es decir, hacer de nosotros víctimas de sacrificio,
porque me parece que el sacrificio no es más que el amor puesto en obra» (Carta
250). Por eso, es fuente de felicidad pensar «que el Padre me ha predestinado
para ser conforme a la imagen de su Hijo crucificado» (Carta 324).
La
Eucaristía es sacramento de comunión, banquete del cielo, banquete festivo
porque alguien se ha inmolado, sacrificado, dejado aniquilar por nosotros.
Podemos percibir entonces la centralidad teológico-espiritual de expresiones
como la siguiente y la belleza de la perspectiva eucarística que abre:
«Una
hostia buscas, Maestro adorado/ y quieres en tu caridad/ perpetuar tu vida para
siempre/ encarnándote entre la humanidad,/ deseas que siempre suba al Padre/ el
sacrificio y la adoración» (Poesía 91).
La
paz y el descanso no nacen de la ausencia de problemas y sufrimientos, sino
cuando se «sabe apreciar la felicidad del sufrimiento y verlo como la
revelación del “gran amor” (Ef 2,4) del que habla San Pablo» (Carta 323 bis);
si el «dolor es la revelación del amor» se hace precioso y bendito y puede
llegar a ser «mi residencia amada, allí donde encuentro la paz y el descanso;
es allí donde estoy segura de encontrar a mi Maestro y de permanecer con él»
(Carta 323). Por esto un cristiano no debería tener otro ideal que el de «ser
transformado en Jesús crucificado» (Carta 324): descubriendo que Cristo está
vivo en el dolor, recibiría fuerza en las circunstancias dolorosas y
frustrantes de la vida. Por tanto, a la luz de la eternidad, sacrificios,
luchas, miserias son motivo de alegría, no de tristeza (cfr. El Cielo en la Fe,
30); el secreto es aprender a refugiarse siempre «en la oración de su Maestro
[…], desde la cruz Él te veía, rogaba por ti y esa oración permanece
eternamente viva y presente delante de su Padre. Es ella la que te salvará de
tus miserias» (Carta 324).
El
sufrimiento, es «prueba» de la falta de amor, y se convierte en «eco» del amor
divino que empuja para entrar en el corazón e irradiar a la humanidad. En la
enfermedad más dolorosa se puede llegar a ser signos de esperanza para quien
está a nuestro lado y para quien sufre sin esperanza, si la vivimos como el
misterio de Cristo muerto y resucitado que celebra con su discípulo su Misa
(cfr. Carta
309).
4) El tiempo está rescatado. La luz de
la eternidad ofrece la perspectiva justa sobre la realidad porque, dando a la
vida el sentido de un origen y de un fin buenos, la coloca dentro de un proceso
en el que los acontecimientos individuales se relativizan y son rescatados de
una absolutización que los haría explotar, sobrecargándolos de expectativas. Al
mismo tiempo, la plenitud del ser personal se va preparando a través de todas
las opciones que hacemos, las acciones que realizamos, las palabras que pronunciamos:
«¡Qué cosa tan seria es la vida!, cada minuto se nos ha dado para «enraizarnos
más en Dios» (Carta 333) y llegar a parecernos en la vida al modelo divino en
una unión siempre más íntima con Él.
La
Trinidad «desea tenernos consigo, no solo durante la eternidad, sino ya en el
tiempo, que es la eternidad comenzada aunque siempre en constante progreso» (El
Cielo en la Fe, 1) ¿Qué hacer para que este proceso se actúe en nosotros? El
secreto está en «olvidarse, abandonarse, no buscarse a sí mismo, mirar al
Maestro, solamente a Él, recibir igualmente como venidos directamente de su
amor, la alegría y el dolor » (Carta 333).
En
esta dimensión contemplativa es posible leer los acontecimientos, de lo más
pequeño a lo más grande, como expresión de la voluntad del Padre –como lo hizo
Cristo– de manera que para el que cree «cada acontecimiento y suceso, cada
sufrimiento y cada alegría son un sacramento» (El Cielo en la Fe, 10). En todo
es posible comunicarse con él, la realidad se hace significativa, los sucesos
se interrelacionan y los puntos se tocan dejando ver una trama hermosa,
sensata, conveniente para el propio crecimiento humano. Si el Verbo eterno
entró en la realidad y se unió en cierto modo a cada hombre, entonces «a través
de todo puedo contemplarle,/ desde la tierra, a la luz de la fe/ […] unirme a
Él, tocarle por la fe» (Poesía 91).
Isabel
lo había aprendido en la larga espera antes de entrar al monasterio, que
favoreció una interiorización del lugar de la contemplación y de la unión con
Dios, al punto de vivirlo en medio de circunstancias mundanas, concentrándose
en lo esencial de la vocación y del testimonio cristiano: la realidad de la fe,
la concreción de la voluntad divina, la presencia de Dios en medio de las
circunstancias cotidianas.
No
es posible experimentar que «no hay suficiente tiempo», es decir experimentar
que lo que hacemos nos quita vida, porque no se le encuentra sentido o porque
representa una huída de nosotros mismos. La fe, si no la domesticamos, nos
mantiene despiertos, atentos a coger la gracia de Dios que nos suceden todos
los días, recogidos «a la luz de su palabra creadora, en aquella fe “en el gran
amor con que nos amó” (Ef 2,4) que permite a Dios colmar el alma “según su
plenitud (Ef 3,19)”» (El Cielo en la Fe, 34).
5) Vivir «desde el interior»,
agradecidos y conectados con la vida verdadera. La
santidad es vivir «en contacto con Él en el fondo del abismo sin fondo, desde
el interior» (El Cielo en la Fe, 32). «Desde el interior» es la expresión que
resume el carisma y la misión eterna de Isabel de la Trinidad: vivir la relación
con Dios, el misterio de la Iglesia, las relaciones de amistad, las
actividades, las tribulaciones de la existencia, los acontecimientos de la
propia época, conciente y tenazmente dentro de la estrecha unión con el Verbo
encarnado, crucificado y resucitado, que se está donando constantemente a cada
criatura. Al sumergirse en el Misterio de la fe corresponde el pasar del propio
yo a la ladera del Yo divino con la consecuente dilatación del horizonte vital
y de la mirada; consolidarse en la fe es la única cosa necesaria en nuestra
vida, porque nos permite «actuar bajo la gran luz de Dios, jamás según las
impresiones y la imaginación» (La Grandeza de Nuestra Vocación, 11). Es la
experiencia del cielo sobre la tierra, del realismo de la vida divina en la
comunión de los santos, de las realizaciones sensibles –ya aquí aunque todavía
no en plenitud– de las palabras de verdad y de vida que la revelación nos
entrega como nuestra luminosa herencia de hijos de Dios.
Pidiendo
estar enteramente presente en la Trinidad adorada, despierta en la fe y
abandonada a su acción creadora, Isabel desea que «cada minuto me haga penetrar
más en la profundidad de tu Misterio» (Notas Íntimas 15); vivir «desde dentro»
significa apoyar totalmente el propio ser en la Trinidad «Dios todo amor»: esta
intimidad «ha sido el bello sol que ha iluminado mi vida, haciendo de ella ya
como un cielo anticipado. Es lo que me sostiene hoy en el dolor» (Carta 333).
Si permitimos a la infinita belleza imprimirse en nosotros es posible, aún en
un mundo donde «todo está manchado», ser personas «hermosas con su hermosura,
luminosa con su luz» (Carta 331), que crecen en la gratitud y están siempre en
la alegría de los hijos de Dios (cfr. La Grandeza de Nuestra Vocación, 12),
capaces de recoger un reflejo de su belleza y de su amor en la naturaleza y en
las personas.
Una
sana relación con las creaturas exige «reconocer los propios errores, pecados,
vicios o negligencias, y arrepentirse de corazón, cambiar desde dentro»
(Laudato si’, 218), reconociendo agradecidos que el mundo es un don recibido de
las manos del Padre. Este reconocimiento empuja a actuar en la gratuidad y
respeto, sin abusar de ninguna realidad, conscientes de que todos los seres componen
una estupenda comunión universal. El mundo «no se contempla desde fuera sino
desde dentro, reconociendo los lazos con los cuales el Padre nos ha unido a
todos los seres» (ivi, 220), ciertos de que «Cristo ha asumido en sí este mundo
material y ahora, resucitado, permanece en lo íntimo de cada ser, circundándolo
con su afecto y penetrándolo con su luz» (ivi, 221). Gracias a los sacramentos
–en particular en la Eucaristía– en los cuales la naturaleza es asumida en Dios
y transformada en mediación, «estamos invitados a abrazar el mundo en un nivel
distinto» (ivi, 235) de aquel del provecho y de la explotación. Es
extraordinaria la sintonía entre el Papa Francisco, que mira y pone las bases
de una ecología integral, e Isabel:
«El
Señor, en el culmen del misterio de la Encarnación, quiso alcanzar nuestra
intimidad a través de un fragmento de materia. No desde arriba, sino desde
adentro, para que en nuestro mismo mundo pudiéramos encontrarlo a Él. En la
Eucaristía ya está realizada la plenitud, y es el centro vital del universo, El
Señor, el foco desbordante de amor y de vida inagotable. […]
La
Eucaristía une el cielo y la tierra, abraza y penetra todo lo creado. El mundo
que salió de las manos de Dios vuelve a él en feliz y plena adoración” (ivi,
236).
María,
modelo de la escucha que hace fecundos «Recógete, es en tu alma/ donde el
misterio se ha cumplido./ Jesús, Esplendor del Padre,/ se ha encarnado en ti./
Con la Virgen Madre/ estrecha a tu Amado/Él es tuyo» (Poesía 86). María es la
criatura que no se puede contar sino solamente contemplar, porque ha penetrado
de manera única el misterio de Cristo; se puede invocar su ayuda, aprender de
ella como cuidar el don, poniéndose en sus manos maternas: «Esta Madre de
gracia va a formar mi alma, para que su hijita sea una imagen viva “expresiva” de
su primer hijo, el Hijo del Eterno, Aquel que fue la perfecta alabanza de
gloria de su Padre» (Últimos Ejercicios, 2).
En
ella todo acontece en el interior y por eso es el modelo del discípulo que se
deja alcanzar y transformar por la Palabra viva del Padre, permaneciendo dócil
a la acción creadora del Espíritu; como discípula de su Hijo , nos enseña a
adorar en silencio, a sufrir y a estar bajo la cruz, para contribuir a la obra
de la redención; humilde, libre de sí misma, olvidada de sí, llena de caridad y
dispuesta a correr en ayuda, siempre recogida «tan recogida dentro con el Verbo
de Dios» (Últimos Ejercicios, 40). Isabel siente una profunda admiración por la
Virgen Madre, siente estupor por su humilde grandeza, que ha hecho abrirse el
cielo, ella que es vientre en el que los tres han hecho morada en su criatura
(cfr. Poesía 79):
«Piensa
lo que pasaría en el alma de la Virgen cuando, después de la Encarnación poseía
en en ella al Verbo encarnado, al Don de Dios… ¡En qué silencio, en qué
recogimiento, en qué adoración más profunda debió sumergirse en el fondo de su
alma para estrechar a aquel Dios de quien era Madre!» (Carta 183).
María
es el testigo intrépido de un acontecimiento enorme; lo es por la fuerza de su
silencio que la hace capaz de escuchar en profundidad, que consiente al
Espíritu imprimir en ella al Hijo eterno: ella nos enseña cómo preparar «en
nuestra alma una morada toda sosegada en la que cante siempre el cántico del amor,
de la acción de gracias» (Carta 165); nos enseña cómo escuchar: «Oh, que viva
yo a tu escucha/ siempre tranquila en la fe,/ adorándote en todo/ solo viviendo
de ti» (Poesía 88). La pasión de escucharlo es gusto de la armonía, capacidad
de sintonía con el alma de Cristo, consciente que El «tanto tiene que decirnos»
(Carta 164). En efecto, como María también nosotros somos «Uno» con el Señor,
que se entrega a nosotros y mora en nuestra alma. De aquí la exigencia del
silencio, que es cosa difícil de alcanzar, «para escuchar siempre, para
penetrar más en su Ser infinito, está identificada con Aquel a quien ama, le
encuentra en todo, le ve irradiar a través de todas las cosas» (Carta 133). En
la persona nace una alabanza sin fin, una adoración del don de Dios que aumenta
la caridad y la pasión por dar a conocer a Cristo, al punto que «alabanza de la
gloria» llega a ser la nueva identidad:
«Una
alabanza de gloria es un alma que mora en Dios, que le ama con un amor puro y
desinteresado, sin buscarse en la dulzura de este amor; que le ama por encima
de sus dones, incluso cuando no hubiera recibido nada de Él […]. Es un alma de
silencio que permanece como una lira bajo el toque misterioso del Espíritu
Santo para que Él arranque de ella armonías divinas[…]. Es un un alma que mira
fijamente a Dios en la fe y en la simplicidad. Es un reflector de todo lo que
Él es. Es como un abismo sin fondo en el cual Él puede verterse y
expansionarse[…]. Una alabanza de gloria es, en fin, un ser que siempre permanece
en actitud de acción de gracias. Cada uno de sus actos, de sus movimientos,
cada uno de sus pensamientos, de sus aspiraciones, al mismo tiempo que la
arraigan más profundamente en el amor, son como un eco del Sanctus eterno» (El
Cielo en la Fe, 43).
Conclusión
Isabel
de la Trinidad es un don precioso para nosotros y para la Iglesia en esta época
marcada por la crisis de identidad, depresión, indiferencia, codicia
desenfrenada, deformación de la naturaleza y manipulación humana. Ella
testimonia de un modo valiente, bello y con convicción, el realismo de las verdades
en que creemos y nos ayuda a comprender que si no recuperamos la dimensión
escatológica de nuestra fe, ésta pierde eficacia y se vuelve inútil, sin
incentivo ni fuerza transformadora.
Sabemos
cuál es su misión, qué está haciendo, en qué nos pide colaborar, con amor
ardiente y agradecido a la Trinidad:
«En el cielo mi misión será la
de atraer a las almas, ayudándolas a salir de sí mismas para unirse a Dios por
un movimiento todo simple y amoroso, y conservarlas en ese gran silencio
interior, que permite a Dios imprimirse en ellas, transformarlas en Sí mismo”
(Carta 335).
Agradezcámosle
las palabras escritas en su última carta, que, conociendo su corazón, están también
dirigidas a nosotros:
«Querido hermanito, antes de
ir al cielo, tu Isabel quiere decirte una vez más su afecto y su proyecto de
asistirte, día a día, hasta que te juntes con ella en el cielo […]. Tendrás que
sostener luchas, hermanito mío, encontrarás obstáculos en el camino de la vida,
pero no te desanimes, llámame. Sí, llama a tu hermanita, así aumentarás la
felicidad de su cielo. Ella será muy feliz ayudándote a triunfar, a permanecer
digno de Dios […]. Cuando esté cerca de Dios recógete en la oración, y así nos volveremos
a encontrar todavía mejor» (Carta 342).
CITA 1: Las citas
de los textos de Isabel son de la edición de Obras Completas, Editorial de
Espiritualidad, Madrid 1986 (traducción al español por el P. Fortunato Antolín,
O.C.D. de la edición crítica preparada por el P. Conrad de Meester, O.C.D.
INDICE
INICIO
- a. Su Familia
- b. Infancia
- c. Adolescencia
- d. Ingreso al Carmelo
- e. Toma de hábito y noviciado
- f. Profesión Religiosa
- g. Enfermedad
- h. Muerte y sepultura
- i. Elevación a la Sma.Trinidad
- j. Beatificación
- k. Dijon ciudad
- l. Pensamiento y Doctrina
- m. Saint Michel
- n. Bibliografía
- o. Enlaces
- p. Libros sobre Isabel
- q. Temas de estudio
- r. Cartas